Érase una vez, en un reino
donde los cuadrados estaban prohibidos, que un fabricante de cajas musicales
soñó con una melodía. Era tan hermosa y desgarradora a la vez que se despertó
extasiado y dio vueltas por toda la casa buscando algo que la igualara. Lo
rodeaban mil sonidos y formas de imitar los instrumentos, y él tenía las
mejores herramientas.
Josué, como se llamaba,
provenía de una larga estirpe de fabricantes de cajas musicales. Desde los
tiempos de Ricardo, El Magnífico, cuando los cuadrados aún no estaban
prohibidos, su familia había empezado el negocio. Su fama se había extendido y
tenían una tienda en la calle central del reino. Sus cajas se vendían a nobles
y pueblerinos. Eran el regalo ideal para una madre en su cumpleaños o para que
un caballero declarara su amor a una doncella. Todos las amaban.
Sin embargo, las cajas de
su familia siempre fueron cuadradas. Siempre. Las esquinas, algo despreciable
en el nuevo régimen, eran para su madre “aquellos dulces lugares que te pueden
herir, pero te enseñan que siempre hay un lugar donde girar a un nuevo lado”.
Josué había aprendido esa filosofía mientras crecía.
Pero desde que el rey
había descubierto que los sellos de sus enemigos se grababan sobre cuadrados, y
sus estandartes también tenían esa forma, había decidido eliminarlos. Todo
aquel que poseyera un cuadrado era acusado de traición al reino y ejecutado en
la plaza central. Sus padres no pudieron superarlo y estuvieron a punto de
cerrar la tienda. Josué, que acababa de aprender el oficio, se había visto
obligado hacer cajas redondas. Cuando las ventas se mantuvieron, lo dejaron a
cargo. Sin embargo, cada vez que Josué regresaba a casa, los encontraba
haciendo cajas cuadradas. Con miedo, había creado un sótano para que pasaran
sus horas allí, pues si alguien los descubría, el rey los mataría.
Sus padres nunca renunciaron
a su pasión y murieron entre su música en cajas cuadradas. A escondidas, Josué
había enterrado sus favoritas con ellos: giró las manivelas y dejó la música
puesta, para que sonara hasta que sus huesos se convirtieran en polvo.
Pero ese día, nuestro
fabricante había soñado con sus padres y con una melodía que lo obsesionó hasta
un punto rayano en la locura. Tomó sus herramientas y empezó a crear diferentes
patrones de remaches en los discos. Probó una y otra vez sin éxito. Sus
empleados se acercaban a preguntarle si todo iba bien y Josué los alejaba con un resoplido
exasperado.
Mientras iba y venía de un
lado a otro, jalándose los cabellos en su desesperación, se cruzó con la puerta
hacia el sótano. Estaba vieja y llena de polvo, porque nadie había entrado en
años. Fue allí cuando lo supo: la única forma de reproducir esa melodía del
alma era con una caja que saliera de la suya. Y para que eso pasara, tenía ser
una caja cuadrada. La música sonaba como familia y toda su infancia estaba
repleta de cuadrados. Nunca había descubierto si era la acústica, el amor o
simple capricho, pero había algo en la magia de una caja musical cuadrada que
las redondas no podían igualar.
Josué trabajó durante una
semana sin descanso. Cuando terminó, las ojeras bordeaban su rostro y, sin
embargo, alguien que lo conociera diría que había rejuvenecido.
Admiró su obra de arte y ni
siquiera se atrevió a activar la música. En lo más hondo de su ser sabía que lo
había conseguido. Cerró la caja y, en la tapa, grabó el apellido de su familia:
Milian. Josué estaba tan emocionado que supo que debía llevarla al palacio. Si
el rey pudiera escuchar aquellas notas, se daría cuenta de lo absurdo que era
prohibir los cuadrados cuando había música tan hermosa surgiendo de ellos.
Lanzando una capa sobre
sus hombros, corrió a sus cuadras y se apeó sobre el primer caballo que vio. Presuroso,
partió a todo galope. No escuchó los gritos de los sirvientes que lo seguían.
—¡Señor,
esperad! El caballo tiene una pata herida.
Sin embargo, Josué lo
descubrió pronto al doblar una calle. Por primera vez, resultó útil que las
calles y esquinas se hubieran vuelto curvas pues la caída del caballo no fue
tan brusca. Josué salió disparado de la silla hacia el escaparate de una
tienda. Se golpeó la espalda y muchos
corrieron a ayudarlo. La caja cayó de sus manos, aterrizando sobre la acera,
junto a él.
Todos los que se habían
acercado, se detuvieron como petrificados. Una mujer soltó un grito.
—¡Cuadrado!
¡Cuadrado!
Ante esa palabra, se
desató un pandemónium. La gente salió corriendo, deseosa de alejarse del
elemento extraño. La multitud atropelló todo a su paso. Una cuadrilla de
guardias se abrió camino, cercando la caja y a su dueño, para evitar que nadie
traspasara los límites. Uno de ellos intentó quitársela para llevarla como
prueba, pero tuvo que desistir porque Josué se negaba a soltarla. Se lo
llevaron a rastras, todavía abrazado a su creación.
Josué pasó días y noches
en los calabozos de palacio, sin responder las acusaciones. El día de su
ejecución lo sacaron entre los insultos del pueblo. Ni siquiera los escuchó,
preocupado por no ser separado de la caja que acunaba en su regazo.
Cuando lo colocaron sobre
el madero, mientras el verdugo afilaba su guadaña, Josué puso la caja frente a él. Con un movimiento
lento y armonioso, accionó la manivela y la abrió. Las figura de la familia que
había tallado empezaron a dar vueltas en la superficie. Sólo él estaba
escuchando la melodía pues el alboroto de la gente impedía que la música
alcanzara otros oídos. Y allí, a punto de morir, Josué supo de dónde provenía. Era
la llamada de su familia, que esperaba por él, en un mundo donde los cuadrados
no estaban prohibidos.
El verdugo, sin darse
cuenta de la feliz sonrisa de su condenado, le cortó la cabeza entre las
aclamaciones del pueblo. Y así murió el último fabricante de cajas musicales
cuadradas del reino.
Pero aquella misma tarde,
el reino enemigo invadió las calles y derrocó al rey. Cuando fueron a
ejecutarlo, tuvieron que sacar el cuerpo del Josué para que ocupara su lugar. El
nuevo verdugo vio a sus pies la caja musical y quedó asombrado por la belleza
de las notas. Apreciando en ella su valor, la llevó ante el nuevo rey.
Así fue que la caja empezó
a sonar con la melodía de la vida del último fabricante de cajas musicales
cuadradas. Y de ese modo, vivió para siempre.
Pd. Este fue el cuento con el que participé y gané un concurso en un foro. Quería compartirlo ^^
Lo amé tanto, pero tanto!! *-*
ResponderEliminarGracias! Qué bueno que te haya gustado ^^
EliminarMe encanto tú cuento eres una exelente escritora y la reflexión que da es demasiado linda :)
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